Este artículo escogido hoy, nos narra a través del Historiador Alfredo Bosques, las vivencias de Emilio Más en la defensa del Peñón de Vélez de la Gomera. Este artículo, fue publicado en la revistas La aventura de la Historia, en su Nº53, de marzo de 2003.
La defensa del Peñón de Vélez de la Gomera
Alfredo Bosques Coma
Doctor en Historia Contemporánea y especialista en recopilación de
Historia militar oral.
El incidente del islote de Perejil, que originó una tensión tan absurda
como virulenta entre España y Marruecos, recuerda otros peñones y otras
confrontaciones mucho más graves, como el ataque rifeño, hace 96 años, contra
el Peñón de Vélez de la Gomera, que pudo narrarme hace unos años Emilio Más
Vilella, uno de los supervivientes de su defensa.
Tras la victoria rifeña en Annual, las posiciones españolas en
torno a Melilla fueron barridas por un vendaval incontenible, que a punto
estuvo de acabar con la presencia española en tierras norteafricanas. Sin
embargo en algunos puntos clave, las tropas españolas, integradas en su mayoría
por soldados de cuota apresuradamente llamados a filas, resistieron las
embestidas de los rifeños, restaurando un tanto la pésima imagen del maltrecho
Ejército de África.
A mediados de agosto de 1921, miles de cadáveres de soldados
españoles yacían pudriéndose al sol
entre Annual y Melilla, como restos del enorme descalabro sufrido por las
tropas de los generales Silvestre y Navarro a manos de las huestes de Abd
el-Krim. Para rellenar las clareadas filas del ejército de África, el Gobierno
tuvo que llamar a los soldados de cuota, que tras pagar la onerosa cantidad de
mil pesetas que les había permitido cumplir la mili cerca de casa, habían sido
licenciados hacía pocos meses.
En las postrimerías de aquel horroroso mes de julio de 1921, Emilio
Más Vilella (Avià, Barcelona, 30-4-1899) fue requerido por su ayuntamiento para
que se incorporara de inmediato al Batallón Expedicionario Alcántara nº58, que
se estaba reuniendo en Barcelona para trasladarse al Norte de África. La unidad
fue alojada en los Cuarteles Nuevos, siendo sometida de inmediato a una dura
instrucción, que duraría apenas un mes de aquel verano de pesadilla. Diariamente
la prensa daba detalles de lo sucedido en Melilla y aquellos jóvenes sacados de
improviso de su hogares, leían cuanto se decía sobre el heroico comportamiento del
coronel Primo de Rivera y de sus jinetes, o de la lenta agonía de los soldados
del general Navarro, parapetados en Monte Arruit. Ninguno de ellos se hacía
muchas ilusiones sobre cual podía ser su destino final, así que procuraban
prestar la mayor atención a cuanto decían el teniente Falceto Blas y el alfére
Juan Arnal Sala.
El 26 de septiembre, la preparación se dio por acabada. Tras oír
una solemne misa de campaña en la Plaza de Cataluña, la tropa se dirigió hacia
el puerto, desfilando marcialmente por la concurrida Rambla barcelonesa. Eran muchos
los familiares y ciudadanos que querían despedirse de aquellos muchachos que
marchaban hacia aquel pozo sin fondo de hombres y dinero en que se había
convertido el Protectorado de Marruecos.
En el muelle les esperaba el Carlos Izaguirre, un viejo buque
de la Compañía Transmediterránea que debía trasladarlos hasta Almería. La
navegación hasta la blanca ciudad andaluza duró tres días, durante los cuales
la tropa, franca de servicio, dio rienda suelta a sus pensamientos, en los que
inevitablemente se sucedían las horripilantes que, sobre las matanzas en África, reproducían
los diarios de todo el país. Una vez en Almería, el batallón inició un periodo
de aclimatación y siguió su entrenamiento alternándolo con periodos de
descanso.
Los cañones del Gurugú
A finales de octubre el batallón desembarcó en Melilla, siendo
trasladado de inmediato al Fuerte de Camellos, inmensa explanada donde estaban
reunidas las tropas que salían de operaciones. Infantes, artilleros,
ingenieros, jinetes, tropas de Intendencia y Sanidad se hallaban todos alojados
en sus modestas tiendas cónicas capaces de albergar a media docena de soldados.
Junto a ellas se alineaban los improvisados establos, donde se guardaban mulos
y caballos. Toda aquella muchedumbre ofrecía un blanco ideal para los
inexpertos artilleros rifeños que, bien disimulados en la cima del Gurugú,
disparaban de cuando en cuando una salva con los cañones capturados durante el
desastre.
Emilio Más experimentaba, como toda la ciudad, una desagradable
sensación de impotencia al oír silbar los proyectiles, aunque todos terminaron
por acostumbrarse al comprobar su ineficacia. Pero un día, mientras la tropa se
apelotonaba para recibir el escaso rancho cotidiano, una andanada rifeña bien
dirigida alcanzó los establos, causando una carnicería entre las bestias.
La inactividad de los recién llegados duró muy poco, pues el
batallón fue integrado en una de las columnas que partieron hacia el interior.
Regulares y legionarios se turnaban encabezando la marcha, encargándose del
peligroso trabajo de despejarle el camino a la columna. Ninguno de los bandos concedía
cuartel al contrario y las bajas eran numerosas entre ambos contendientes.
Emilio Más que, junto al resto de peninsulares ocupaba el centro de la
formación, veía a los sanitarios afanarse en torno a los legionarios caídos o
correr hacía la retaguardia transportando a un herido grave en su destartalada
camilla. Junto al camino, el cadáver de un moro abierto en canal y con las
tripas en torno al cuello, denotaba que el Tercio había pasado por allí.
En noviembre de 1921, Batallón Expedicionario Alcántara nº58
participó en la llamada Campaña de Desquite, cuyo objetivo principal
consistió en alcanzar la línea del río Kert, determinada por Yazanen-Ras
Medua-Tauriat Zad-Tauirat Hamed-Harcha. El día 2, el ejército español procedió
a reconquistar las dos primeras posiciones citadas, mediante la acción
convergente de las columnas de los generales Sanjurjo, Federico Berenguer y
Neila. Iniciado el avance, los atacantes tuvieron que luchar duramente para
expulsar a los rifeños de la posición de Las Esponjas. La 2ª compañía (Cía.), a
la que pertenecía Emilio Más, estuvo en el punto álgido de la refriega y tuvo
un valeroso comportamiento bajo el mando del capitán Arturo Llopis García.
La operación continuó a lo largo de los siguientes días,
revistiendo una especial importancia los combates registrados en el barranco de
Tlat. El día 11, las tropas españolas habían consolidado sus posiciones en
Yazanen, Tifasor y Ras Medua, obligando a los rifeños a batirse en retirada y
consiguiendo la sumisión de la kabila de los Guelaya, pero debían lamentar
sensibles bajas: 23 muertos y 159 heridos.
Te cortaré la cabeza
Concluida la primera parte de la Campaña del Desquite, el
batallón fue disgregado, correspondiéndole a la 2ª Cía. De Emilio Más la
vigilancia y acondicionamiento del aeródromo de Nador.
Desde su llegada al Protectorado, aquel conjunto a asustados
reclutas catalanes se había convertido ya en tropa aguerrida y veterana. Los combates
en el Gurugú, Zeluan, las minas del Rif, Yazanen, Tifasor, Tistutin, Nador y
Monte Arruit, habían curtido a unos hombres que iban a ser sometido, muy
pronto, a una durísima prueba.
A mediados de marzo de 1922, la 2ª Cía. del Batallón Expedicionario
Alcántara nº58 fue trasladada, a bordo del transporte Juan de Juanes –que
poco tiempo después sería hundido por los rifeños frente a las costas de
Alhucemas- hasta el Peñón de Vélez de la Gomera, para reforzar a su guarnición,
pues se temía un ataque al expuesto enclave.
El martes día 19, festividad de San José, era día de feria, y hasta
la plaza acudían moros de los alrededores para comprar las mercancías que un
barco traía desde Almería. Para prevenir posibles infiltraciones de hombres
armados, la entrada a la ciudadela era controlada por soldados españoles
encargados de registrar a los visitantes. A los moros armados,
generalmente de temibles gumías, se les
hacía depositar su arma en una amplia panoplia preparada a tal efecto y les era
devuelta al salir de la población. Emilio Más era uno de los encargados de
entregarlas a sus dueños, entre ellos un mozalbete que, al recoger el curvo
puñal de manos del soldado, le espetó a guisa de despedida:
-¡Paisa! muy pronto yo cortarte la cabeza con ella.
¡Que vienen los moros!
Aquella espontánea frase confirmó que lo ocurrido el día anterior –una
momentánea incomunicación telefónica con Melilla restablecida con la ayuda de
la Armada- estaba relacionada con un inminente ataque al Peñón. Sin embargo la
tensa espera aún se prolongó hasta el miércoles 11 de abril. Aquella noche,
Emilio Más se hallaba de guardia en la Isleta, pequeño promontorio separado del resto del Peñón por
un estrecho brazo de mar, sobre el cual se había construido un pequeño puente
de madera que permitía enlazar ambas partes. Las horas discurren lentamente
cuando uno debe permanecer solo, en la oscuridad atento al menor ruido o
movimientos en la oscuridad circundante. Pese a esa pérdida de la noción del
tiempo, Emilio Más intuyó que el relevo se estaba retrasando y optó por ir al
cuerpo de guardia. Al llegar encontró la puerta abierta de par en par, la
habitación vacía y alarmantes manchas de sangre. Iba a dar la voz de alarma,
cuando otro compañero se le adelantó:
-¡Los moros! ¡que vienen los moros!.
Emilio Más se unió al grupo de soldados que corrían por el
puentecillo hacia el Peñón, ya que los rifeños le habían prendido fuego y las
llamas lo devoraban velozmente. Cuando se unió al resto de los defensores, pudo
ver al capitán Arturo Llopis dando órdenes, distribuyendo a los soldados por
los parapetos y animándoles tanto con su determinación como con sus palabras.
Aquella noche transcurrió llena de tensión e incertidumbre. Los
soldados aferraban con fuerza sus mosquetones esperando que, en cualquier
momento, un enjambre de rifeños se lanzaría sobre ellos. Pero el reloj fue
desgranando parsimoniosamente sus horas
sin que nada turbara la quietud de la noche. Solo el crepitar de las llamas que
acababan de consumir la pasarela de La Isleta les recordaba la cercanía del
enemigo.
El capitán, aquejado de un fuerte catarro que le producía mucha
fiebre, se retiró a descansar después de ceder el mando al joven teniente
Falceto Blas, y de haber ordenado que los hombres intentaran dormir por turnos,
pues había que estar bien despierto para el día que se avecinaba.
El asalto general al Peñón de Vélez de la Gomera se inició el Jueves
Santo, 12 de abril de 1922, sobre las dos de la tarde y lo encabezaba el mismo
hermano de Abd el-Krim. Fue precedido de un intenso tiroteo que obligó a los
españoles a buscar cobijo en los parapetos y que causó las primeras bajas,
entre ellas el capitán Arturo Llopis que, al comenzar la refriega había
retomado el mando. Alcanzado por una granizada de balas, falleció en brazos de
su teniente. El mando pasó en primera instancia a un capitán interventor que se
hallaba en la plaza y que tuvo que atajar el desaliento que la muerte del
oficial había provocado entre la tropa.
El ataque sorprendió a Emilio Más y a una docena de compañeros
defendiendo el Cuartel de la Marina. Las balas penetraban por cualquier
resquicio o bien iban a incrustarse, blandamente, en los sacos terreros
dispuestos como protección en puertas y ventanas. Los soldados apenas podían
asomar sus cabezas, lo que fue aprovechado por los rifeños para acercarse sin
ser vistos hasta la fortaleza. Cuando los defensores se apercibieron, ya los
asaltantes estaban subiendo los escalones que daban acceso a los parapetos. Se
inició entonces un terrible combate cuerpo a cuerpo, en el que gumías y
bayonetas relucían con su brillo siniestro y mortal. Las diversas dependencias
del cuartel se llenaron de humo, pues los soldados disparaban sus fusiles a
quemarropa, hiriendo casi por igual a amigos y enemigos. Emilio Más se vio
envuelto en aquel torbellino de sangre y de muerte, luchando por su vida a lo
largo de dos horas que le parecieron eternas.
Finalmente, sobre las cuatro de la tarde, los rifeños se
replegaron, perseguidos por los disparos y los insultos de los españoles.
Frente a las fortificaciones yacían los cadáveres de treinta y tres moros, pero
dieciocho soldados habían pagado con su vida aquel éxito y setenta estaba
heridos de diversa consideración.
Llega la Legión
La noticia del ataque al Peñón sorprendió al general Dámaso
Berenguer en Alcázarquivir, e inmediatamente dio orden de reforzar la
guarnición, siendo enviada la I Bandera del Comandante Franco. Aquella misma
noche, cincuenta legionarios, al mando del teniente Esparza, embarcaron en el
cazatorpedero Bustamante y, aprovechando la oscuridad, se acercaron al
Peñón de Vélez de la Gomera. Aproximadamente a un kilómetro, fueron
transbordados a una embarcación más pequeña, que los llevó hasta la fortaleza,
a la que ascendieron mediante escalas de cuerda o metidos en el capacho de subir la carga mediante una polea.
La llegada de los legionarios elevó la moral de los soldados que
habían sufrido el ataque de los rifeños. La desenvoltura de aquellos veteranos,
su profesionalidad y el desprecio por la muerte que demostraban causaron la
admiración de los jóvenes soldados. Tanto el capitán interventor como el
teniente Falceto Blas cedieron, de buen grado, la responsabilidad de la defensa
del Peñón al teniente Esparza que, de inmediato, repartió a sus legionarios por
los lugares más estratégicos.
El Tercio hizo saber muy pronto a los rifeños que, a partir de entonces,
se había hecho cargo de defender el Peñón. En cuanto los legionarios ocuparon
sus puestos, se inició un interminable intercambio de insultos con los moros
que dejó boquiabiertos a los soldados de cuota. Ambos contendientes,
legionarios y rifeños, conocedores de las mayores procacidades en los idiomas
recíprocos, rivalizaron hasta altas horas de la madrugada en improperios. Solo
el cansancio devolvió a la noche su pesado silencio.
La evacuación de la población civil que vivía en el Peñón, entre
ella las dos familias encargadas del faro, se convirtió en una necesidad
perentoria puesto que además de correr un serio peligro en caso de más ataques,
eran unas bocas inútiles que había que alimentar y los víveres tuvieron que ser
racionados desde el principio. La Armada se encargó de la peligrosa misión. El
17 de abril, los submarinos Isaac Peral y B-1 practicaron un
reconocimiento diurno por las proximidades, pero tan pronto emergieron, fueron
cañoneados por los rifeños. A las diez y media de la noche, el Isaac Peral
atracó en la denominada Cala del Cementerio y, a pesar de la fuerte marejada
que amenazaba con estrellar la nave contra los peligrosos acantilados, se
consiguió embarcar a 66 asustados civiles. Mientras los legionarios vigilaban
las posiciones rifeñas, los soldados peninsulares ayudaban a aquella gente a
transportar sus humildes pertenencias hasta las enormes cestas que, mediante
una cabria, servían para bajar tanto a las personas como a los enseres hasta el
mismo submarino. NO pocos de aquellos atemorizados civiles tuvieron que ser
repescados del agua por los marino que iban y venían por la resbaladiza
cubierta del buque.
Al día siguiente y en las mismas condiciones, el B-1
continuó la evacuación. Esta vez, los moros no se dejaron sorprender y, en las
tres horas que duró el traslado, no cesaron de hostigar con sus cañones a los españoles, causando
varios heridos entre marinería y tropa. Pese a esta oposición, consiguieron
embarcar a 37 personas más que, al igual que la noche anterior, fueron
trasladas hasta el acorzado España que aguardaba mar adentro.
Hambre y sed
El sitio del Peñón de Vélez de la Gomera se caracterizó no tanto
por la crudeza de los combates, que ya no hubo más, como por las penalidades
derivadas del hambre, la sed y la miseria que padecieron los defensores.
Mohamed Abd el-Krim no quiso arriesgarse a sufrir más bajas atacando una
población que, debido a la distribución
escalonada de sus edificios, ofrecía buenas posibilidades para su defensa, así
que se dedicó a bombardear con sus cañones las posiciones de los españoles. Los
rifeños emplazaron sus piezas en la cercana playa y, toda vez que los
defensores solo disponían de un cañón –manejado por un sargento y cuatro
artilleros- que debía ser trasladado sin cesar para hacer fuego de contrabatería,
se dedicaron a batir, con escaso riesgo, a los soldados españoles.
El constante paqueo y las incursiones nocturnas hasta los
puestos de escucha eran otras tantas maneras de mantener en tensión a unos
hombres que se caían de debilidad. Los soldados debían tener siempre la
preocupación de moverse con la cabeza encogida, pues los tiradores rifeños
tenían una puntería casi infalible. Cierto día, Emilio Más se encontraba junto
a su compañero Antonio Rosell, natural de San Pedro de Ribas, vigilando los
movimientos del enemigo a través de una asperilla, cuando un certero disparo
atravesó limpiamente el gorro de Rosell, abriéndole una brecha en la cabeza. La
herida, más aparatosa que grave, le valió al joven las 25 pesetas que había
ofrecido el obispo de Solsona al primer soldado de su diócesis que fuera herido
durante el asedio.
Pero el gran enemigo de los españoles fueron el hambre y la sed,
pues muy pronto se acabaron las provisiones almacenadas en el Peñón. Los únicos
abastecimientos que llegaban eran trasportados por submarino que, cuando el
estado de la mar lo permitía, se acercaba hasta los rompientes para evacuar
heridos y enfermos. Sin embargo, tanto la escasa capacidad de carga de la nave
como la prioridad que se le daba al envío de municiones hacían que el agua y
los alimentos que se recibían fueran insuficientes para asegurar el
avituallamiento cumplido de los defensores.
La situación del Peñón de Vélez de la Gomera se prolongó durante
muchos meses. Aislado por tierra del resto del territorio controlado por
nuestras tropas, solo el mar permitía mantener abierto el cordón umbilical que
garantizaba la presencia española en la plaza. Pero Emilio Más y los
supervivientes de la 2ª Cía. del Batallón Expedicionario no llegaron a
vivir el feliz momento de la liberación pues, agotados por tantas penalidades
fueron evacuados vía marítima, siendo sustituidos por otra compañía del mismo
batallón.
En el blocao
Tras unos pocos días de descanso en Melilla, la sección de Emilio
Más fue enviada a Timardin, en un sector relativamente tranquilo. En aquella
pequeña altura se había edificado un blocao –una simple construcción cuadrangular
que protegía un par de tiendas cónicas donde se alojan por turnos una treintena
de soldados- desde el que se controlaba la ruta que unía Melilla con Tifasor.
Pese a que estaban en terreno controlado por los españoles, algunas veces los
rifeños lanzaban audaces incursiones y se apoderaban de algún camión que
circulaba, solo y confiado, por la carretera.
A poca distancia de Timardin había otro blocao, éste cubierto y
situado al pie de la carretera, donde estaba el puesto de mando del sargento
Antonio Guirillet. En caso de ataque, estos soldados se debían replegar hacia
Timardin que, al estar construido en alto, ofrecía mejores posibilidades de
defensa. Diariamente, el sargento debía enviar a dos soldados a Yazanen, donde
residía el comandante del batallón, para dar las novedades de la noche y
recibir las órdenes del día. Esta era una de las misiones más peligrosas, pues
era posible toparse con algún grupo armado, que liquidara a los soldados para
despojarles de cuanto llevaran encima.
Emilio Más permaneció tres meses en Timardin, hasta que la fortuna
quiso que fuese trasladado a Intendencia. Había llegado a Melilla una partida
de camiones y hacían falta chóferes y mecánicos experimentados. Emilio,
poseedor del permiso de primera, fue asignado a un camión aljibe que
diariamente debía acercarse hasta el puerto para recoger parte de la preciosa
carga que transportaba un barco desde Almería, para después llevarla hasta
Tistutin, Yazanen, Segangan o Monte Arruit.
El servicio no dejaba de tener sus riesgos, pues el camión
circulaba en solitario, sin más escolta que el acompañante del conductor armado
con un mosquetón, por unos caminos por donde aún merodeaban partidas
desperdigadas de rifeños. Para evitar posibles embocadas se disponían, a
intervalos regulares, patrullas de media docena de soldados que controlaban el
paso del camión cisterna. Así transcurrieron los últimos meses del servicio
militar de Emilio Más en el Protectorado de Marruecos. El día de Navidad
de1923, Emilio tuvo la fortuna y la alegría de regresar sano y salvo a su masía
de Avià.